Las hermanas, de Leonora Carrington
Por: Cinthia Flores
Vía: Yaonic.com
Drusille —rezaba la carta: Drusille, pronto estaré contigo. Mi amor ya lo está; sus alas son más veloces que mi cuerpo. Cuando me encuentro lejos de ti, no soy más que un pájaro disecado; porque tú eres guardiana de mis órganos vitales, de mi corazón y mis pensamientos. Drusille, abrazo el viento del sur porque sopla hacia ti. Drusille, ¡vida mía! Tu voz es más conmovedora que el trueno; tus ojos, más arrolladores que el relámpago.
Drusille, maravillosa Drusille, te amo, te amo, te amo, sentada en la lluvia, con tu rostro largo y feroz pegado a esta carta. Los truenos rugían a su alrededor, y el viento le azotaba la cara con su pelo mojado. La tormenta era tan terrible que arrancaba las flores de sus tallos y las arrastraba en fangosa corriente hacia un destino desconocido. No eran las flores las únicas víctimas; porque el agua barría también mariposas aplastadas, frutas, abejas y pájaros.
Drusille, sentada en su jardín en medio de todo este estrago, reía. Reía con una risa agria, con la carta estrujada contra su pecho. Sentados a sus pies, dos sapos siseaban este pensamiento monótonamente: “Drusille, mi Belzamine; Drusille, mi Belzamine”. De repente, el sol rasgó las nubes y derramó un furioso calor amarillento sobre el jardín mojado. Drusille se levantó y se metió en casa.
La doncella, Engadine, se hallaba sentada en el suelo, con las manos ocupadas con verduras: estaba preparando la cena. Miró a su ama con ojillos astutos. —Prepara el aposento real —dijo Drusille—. El rey llegará aquí esta noche. Date prisa; y rocía las sábanas con perfume.
—Ya lo sabía —dijo Engadine—. La carta ha pasado ya por mis manos. Drusille le dio una patada en el estómago. —Levanta, berza. La criada se levantó, con la cara tensa de dolor. —¿Jazmín o pachulí? —Pachulí para las almohadas, jazmín para las sábanas, y almizcle para las mantas púrpura. Pon la bata lila sobre la cama con los pijamas escarlata. Date prisa, o te doy una bofetada.
En la cocina, eran puestos al fuego y sacados del horno pasteles y tartas enormes. Granadas y melones rellenos de alondras atestaban la cocina: vacas enteras daban vueltas lentamente ensartadas en espetones; faisanes, gansos y pavos reales aguardaban turno para ser guisados. En los corredores se hacinaban cajones repletos de fantástica fruta. Drusille deambulaba despacio en esta selva de alimentos, probando una alondra o un pastel aquí y allá.
En las bodegas, los viejos toneles de madera entregaban su contenido de sangre, miel y vino. La mayoría de los criados estaban diseminados por el suelo, completamente borrachos. Drusille aprovechó la ocasión para esconderse una damajuana de miel debajo de la falda. Subió al desván. La parte de arriba de la casa se hallaba sumida en profundo silencio; las ratas y los murciélagos poblaban la escalera de caracol. Drusille llegó finalmente ante una puerta, y la abrió con una llave grande que llevaba colgada del cuello con una cadenita.
—Juniper —dijo—, ¿estás ahí? —Como siempre —respondió una voz desde la oscuridad—. Yo no me muevo. —Te he traído de comer. ¿Te encuentras mejor hoy? —Mi salud es siempre excelente, hermana. —Estás enferma —replicó Drusille con voz irritada—. Pobrecita mía. —Hoy es jueves, ¿verdad? —Sí, efectivamente; es jueves. —Entonces se me permite una vela.
¿Me la has traído? Drusille vaciló un instante; luego habló con embarazo. “Sí, te he traído una vela. Me porto bien contigo.”
Silencio. Drusille encendió la vela, que iluminó un desván pequeño, sucio y sin ventanas. Posado en un palo cerca del techo, un ser extraordinario miraba la luz con ojos ciegos. Tenía el cuerpo blanco y desnudo; le salían plumas de los hombros y alrededor de los pechos. Sus brazos blancos no eran alas ni brazos. Una mata de cabello blanco le caía alrededor de la cara, cuya piel era como el mármol.
—¿Qué me has traído de comer? —preguntó, saltando sobre su percha. En el instante en que vio moverse a la criatura, Drusille cerró de un portazo tras ella. Pero Juniper no tenía ojos más que para la miel. — Tienes lo menos para seis días —dijo Drusille. Juniper estuvo un rato comiendo en silencio. —Bebe —dijo Drusille finalmente.
Le tendió un vaso de agua, pero Juniper meneó la cabeza. —De ésa no, hoy. Necesito de la roja… Drusille se echó a reír. “No, no te voy a dar… La última vez que bebiste de la roja me mordiste.
Te excita demasiado. El agua es buena para la sed.” —Roja —insistió Juniper con voz monótona—. De lo contrario chillaré. Con un movimiento rápido, Drusille se sacó un cuchillo de entre los pechos. Se lo puso en el cuello a su hermana, que saltó en su percha profiriendo gritos roncos como un pavo real. Poco después habló Juniper con voz ahogada por las lágrimas: “Yo no quería nada malo; yo sólo quería un vasito, nada más. Tengo mucha sed, mucha sed.
Querida Drusille, yo sólo quiero una simple gotita… y después, mirar la luna hermosa cinco minutos… Nadie me verá, nadie; te lo prometo, te lo juro. Me tumbaré en el tejado para mirar la luna. No me iré, volveré en cuanto haya visto la luna”. —¿Y después qué? ¿Y si quieres que te coja la luna para alumbrarte el desván? Escucha, Juniper. Estás enferma, muy enferma. Yo sólo quiero lo mejor para ti; y si sales al tejado te vas a resfriar, y te morirás…
—Si no veo la luna esta noche, mañana habré muerto. Drusille dejó escapar un grito de rabia. “¿Quieres hacerme el favor de callar? ¿No es bastante lo que hago por ti?” De repente, las dos hermanas oyeron abajo el ruido de un coche que se acercaba. Los criados empezaron a gritarse órdenes y a insultarse los unos a los otros.
—Ahora tengo que irme —anunció Drusille, temblando—. Duérmete. —¿Quién es? —Juniper dio un salto en su percha. —Eso no es asunto tuyo —replicó Drusille. —Mi asunto son las ratas, los murciélagos y las arañas. —Te he dado para que hagas punto. Haz punto. Juniper levantó sus brazos extraños como si quisiera alzar el vuelo. “Mis manos no valen para hacer punto.”
—Entonces haz punto con los pies. Y Drusille se marchó tan deprisa que se olvidó de cerrar la puerta con llave. El ex rey Jumart descendió de su viejo Rolls-Royce. Su barba larga y gris se desparramaba sobre su chaqueta de satén verde con bordados de mariposas y el monograma real. Sobre su cabeza soberbia llevaba un enorme pelucón de oro con toques de color rosado, como una cascada de miel. De la peluca brotaba gran variedad de flores que se movían con el viento. Tendió las manos a Drusille. —Drusille, mi Belzamine. Drusille tembló de emoción.
—¡Jumart! ¡Jumart! —cayó en sus brazos sollozando y riendo. —¡Qué hermosa estás, Drusille! Cuánto he soñado con tu perfume y tus besos —echaron a andar por el jardín con los brazos entrelazados. —Estoy arruinado —dijo Jumart con un suspiro—. Mis arcas están vacías. Drusille esbozó una sonrisa de triunfo.
“¡Entonces te quedarás conmigo! Yo no he tenido otra cosa que soledad durante demasiado tiempo.” Un grito ronco rasgó la atmósfera pesada y oscura del jardín: Drusille palideció, y dijo: “Ah, no; es imposible”. —¿Qué ha sido eso, mi Belzamine? Drusille echó la cabeza hacia atrás con una risa de hiena. “Es el cielo —dijo—.
¡Esas nubes amarillas son tan pesadas que temo que caigan sobre nuestras cabezas! Además, este tiempo tormentoso me está produciendo jaqueca.” —Dame un beso — murmuró el rey con ternura—. Yo devoraré tu jaqueca.
Observó que el rostro de Drusille era igual que el de un espectro. Asustado, le cogió la mano para comprobar que estaba viva. —Tienes la cara verdosa —dijo en voz baja—. Hay densas sombras en tus ojos. —Son las sombras de las hojas —contestó Drusille, con la frente cubierta de sudor—.
Estoy agotada por las emociones; hacía tres meses que no te veía —luego le cogió violentamente del brazo—. Jumart, ¿tú me amas? Júrame que estás enamorado de mí… júramelo ahora mismo. —Lo sabes demasiado bien —dijo Jumart, sorprendido—. ¿Qué te ocurre, Drusille?
—¿Me amas más que a ninguna otra mujer? ¿Más que a ningún otro ser humano? —Sí, Druselle. ¿Y tú, me amas igual? —Ah —dijo Drusille con voz temblorosa—; tanto, que nunca llegarás a saberlo. Mi amor es más profundo que el más espacio profundo.
La atención del rey se desvió hacia algo que se movía entre el follaje, en el fondo del jardín. Su expresión se volvió extática, le relampaguearon los ojos. —¿Qué ves? —exclamó Drusille de repente—. ¿Por qué miras hacia allá con esa expresión extraña? Súbitamente, Jumart volvió en sí y dijo unas palabras con voz de ensueño. Parecía estar despertando. “Es tan hermoso el jardín, Drusille, que me siento como si estuviese soñando.
Drusille estaba sin respiración. Esbozó una sonrisa dolorosa. “O sufriendo una pesadilla: a veces confundimos ambas cosas. Entremos, Jumart; se ha puesto el sol, y no tardará en estar la cena en la mesa. Cenaremos en la terraza para que puedas ver salir la luna. Esta noche será más pálida y más hermosa que nunca. Cuando contemplo un rayo de luna, creo que estoy viendo tu barba.” Jumart suspiró.
“El crepúsculo está encantado, embrujado. Quedémonos un poco. El jardín está impregnado de magia. No se sabe qué hermoso fantasma puede surgir de entre esas sombras purpúreas.” Drusille se llevó las manos a la garganta, y su voz sonó con un timbre metálico. “Entremos, te lo suplico. Va a caer la noche; estoy temblando de frío.”
—Tu cara es una hoja de un verde tan pálido que ha tenido que crecer bajo la luz de luna reciente. Tus ojos son piedras encontradas en las cavernas del centro de la tierra. Y tienes la mirada feroz. La voz de Drusille se volvió agria: “Eres un lunático. Has perdido el juicio. Estás viendo cosas que no existen. Dame la mano y te llevaré adentro.”
—Vamos, vamos; ¿qué nos pasa a los dos? —replicó Jumart, retorciéndose la barba—. No me sermonees. Aunque he perdido mis tierras y mis castillos, soy el más feliz de los hombres. Encantado con sus hondas reflexiones, el rey se frotó las manos y dio unos pasos de baile. Drusille miró hacia los árboles y pensó que sus frutos parecían pequeños cadáveres. Miró hacia el cielo y vio cuerpos ahogados entre las nubes.
Tenía los ojos llenos de terror. “Mi cabeza es un féretro para mis pensamientos; mi cuerpo, un ataúd.” Caminó tras el rey con paso lento y las manos entrelazadas delante. Sonó una campanilla llamando a cenar. Engadine salió de la cocina. Llevaba un lechón relleno de ruiseñores. Se detuvo con un grito. Delante de ella, una aparición blanca y exultante le cortaba el paso.
—¡Engadine! —Que el diablo, señorita Juniper… —Engadine, qué colorada estás. La doncella retrocedió. La aparición se acercó dando saltos. —Acabo de salir de la cocina —dijo Engadine—. Y en la cocina hace mucho calor. —Yo, en cambio, estoy completamente blanca. ¿Sabes por qué estoy blanca como un espectro? Engadine dijo que no con la cabeza, sin hablar. —Porque jamás salgo a la luz.
Y ahora necesito un poco, mi querida Engadine. —¿Y qué? ¿Y qué? —susurró la doncella; temblaba tanto que se le cayó al suelo el lechón, y la fuente se hizo añicos. —Qué colorada estás… qué colorada —a estas palabras, Engadine profirió un largo y terrible alarido de sirena. En ese instante, saltó Juniper sobre ella.
Cayeron las dos al suelo, Juniper encima, con la boca apretada contra el cuello de Engadine. Chupó y chupó durante largos minutos, y su cuerpo se hizo enorme, luminoso, magnífico. Sus plumas brillaron como la nieve al sol, y su cola centelleó con todos los colores del arco iris.
Echó la cabeza hacia atrás y cantó como un gallo. A continuación ocultó el cadáver en el cajón de una cómoda. —Ahora, por la luna —cantó, saltando y volando hacia la terraza—. ¡Ahora por la luna! Drusille, desnuda hasta los pechos, tenía los brazos alrededor del cuello de Jumart. El calor del vino encendía sus mejillas como una llama; brillaba de sudor.
Sus cabellos se movían como víboras negras, el jugo de una granada goteaba de su boca entreabierta. Carne, vino, tartas, todos los manjares se amontonaban alrededor de ellos, a medio comer, en pródiga abundancia. Enormes tarros de mermelada, derramados por el suelo, habían formado un lago pegajoso a sus pies. Jumart tenía la cabeza adornada con la osamenta de un pavo real.
Su barba estaba llena de salsas, de cabezas de pescado, de frutas despachurradas. Tenía la ropa desgarrada y manchada de toda clase de comida.
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