La paz que no fue: continuidades de exclusión y violencia en Centroamérica
Hace 38 años, los países centroamericanos iniciaron un proceso de paz que comenzó el 25 de mayo de 1986 con la reunión de los presidentes de Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras y Costa Rica. Este encuentro dio lugar a los Acuerdos de Esquipulas I, reforzados el 7 de agosto de 1987 con los Acuerdos de Esquipulas II. Este proceso buscaba poner fin a los conflictos armados y establecer las bases para una paz firme y duradera en la región.
Por DesInformémonos
La situación en Centroamérica era extremadamente compleja. Los conflictos no solo respondían a la confrontación geopolítica entre Este y Oeste, sino también a profundas causas históricas. Un modelo de sociedad excluyente, basado en la concentración de la riqueza en manos de unas pocas familias y empresas estadounidenses que explotaban los recursos mediante economías de enclave, generaba altos niveles de desigualdad, racismo y discriminación. La violencia política, utilizada como método para resolver conflictos entre élites oligárquicas, arrastraba a la población a guerras civiles recurrentes, acompañadas de golpes de Estado, fraudes electorales y dictaduras.
Desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, el intervencionismo estadounidense desempeñó un papel clave, favoreciendo a las facciones oligárquicas más alineadas con sus intereses en cada coyuntura. Este contexto de intervención y exclusión social dio origen a movimientos populares y antiimperialistas previos a la llamada Guerra Fría. Posteriormente, con la Revolución Cubana, surgieron movimientos de liberación nacional como el FSLN en Nicaragua, el FMLN en El Salvador y la URNG en Guatemala, que optaron por la vía armada para combatir las dictaduras cívico-militares apoyadas por Estados Unidos. Con el triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua y la llegada de Ronald Reagan al poder, el conflicto se intensificó y adquirió una dimensión regional.
Inspirado en el proceso de Contadora, promovido por países latinoamericanos, los países centroamericanos desarrollaron un esfuerzo propio por la paz, materializado en los Acuerdos de Esquipulas I y II. Estas negociaciones diplomáticas impulsaron un proceso gradual de desarme y democratización. Los acuerdos fomentaron la reconciliación, el cese de hostilidades, elecciones libres y el fin del apoyo a fuerzas irregulares. Como resultado, las guerrillas insurgentes se transformaron en partidos políticos legales, se desmovilizaron grupos paramilitares y revolucionarios, y se creó el Parlamento Centroamericano para fortalecer la democracia. Además, se acordaron medidas como el diálogo incondicional, el cese al fuego y la amnistía, junto con la desmovilización de la Contra en Nicaragua y una verificación internacional que incluyó apoyo a la recuperación regional.
Sin embargo, Estados Unidos se opuso a los Acuerdos de Esquipulas y promovió el Plan Reagan-Wright, que buscaba aislar a Nicaragua y establecía un alto al fuego y elecciones, pero sin desarmar a la Contra, financiada por el propio gobierno estadounidense. Este plan fue rechazado por los presidentes centroamericanos, marcando un punto de quiebre en la tradicional subordinación a Washington. Su rechazo era razonable, ya que el aislamiento de Nicaragua no contribuiría a resolver los conflictos internos de la región.
El fin del conflicto armado no supuso que se hicieran realidad los cambios estructurales prometidos en los acuerdos. La región sigue enfrentando crisis sociales, económicas, ecológicas, políticas y culturales
Los acuerdos de Esquipulas sentaron las bases para procesos de paz diferenciados en cada país. En Nicaragua, incluyeron acuerdos entre el gobierno sandinista y MISURA en 1985, así como pactos con la Resistencia Nicaragüense y partidos opositores en 1988. También reconocieron constitucionalmente los derechos de los pueblos indígenas, consolidaron las autonomías regionales y llevaron al Acuerdo de Sapoá en 1988 y los Acuerdos de Tela en 1989, culminando con el Acuerdo de Toncontín en 1990, que desmovilizó a la Contra.
En El Salvador, el gobierno y el FMLN avanzaron hacia la paz con el Acuerdo de Oslo en 1990, que incluyó reformas en las Fuerzas Armadas, la creación de la Policía Nacional Civil, cambios en el sistema judicial y electoral, y la protección de los derechos humanos. En 1992, los Acuerdos de Paz de Chapultepec formalizaron estos compromisos, supervisados por la ONU, e incluyeron la creación de una Comisión de la Verdad para investigar crímenes de guerra y combatir la impunidad.
En Guatemala, el proceso iniciado en 1987 con los Acuerdos de Esquipulas II culminó en diciembre de 1996 con la firma de los Acuerdos de Paz tras 36 años de conflicto armado y más de 200,000 víctimas, en su mayoría civiles. Las negociaciones entre el gobierno y la URNG resultaron en doce acuerdos que abarcaban democratización, derechos humanos, derechos indígenas, reforma agraria y la reincorporación política de la URNG.
El fin del conflicto armado no supuso que se hicieran realidad los cambios estructurales prometidos en los acuerdos. La región sigue enfrentando crisis sociales, económicas, ecológicas, políticas y culturales, ilustradas por eventos como el huracán Mitch (1998), el golpe de Estado en Honduras (2009), el asesinato de Berta Cáceres (2016), la represión en Nicaragua (2018), las caravanas de migrantes y los intentos de la oligarquía guatemalteca para evitar un cambio de gobierno en el 2003. Estos episodios reflejan la persistencia de desigualdades y conflictos que han marcado la historia centroamericana.
Paz sin democracia: control de las élites y lucha por una democracia real
Los acuerdos de paz en Centroamérica ofrecieron la esperanza de construir democracias sólidas, pero esa promesa quedó incumplida. Lo que a menudo se denomina “democracia imperfecta” en la región es, en realidad, un término que oculta el dominio de los grupos de poder tradicionales. Estas élites, compuestas por antiguas familias oligárquicas, cámaras empresariales y nuevas oligarquías, concentran el poder y restringen la toma de decisiones a un círculo cerrado. Además, los procesos electorales suelen estar plagados de irregularidades y sospechas de fraude, como se ha visto en casos recientes en Honduras, Nicaragua y los intentos de manipular resultados en Guatemala.
La concepción de democracia en Centroamérica, con frecuencia, se limita al acto de votar, ignorando la importancia de una participación plena y constante del pueblo en la vida política. Ante esta reducción, movimientos sociales, pueblos indígenas, comunidades campesinas y colectivos feministas han levantado la voz para exigir una democracia real. Esta demanda se centra en que el poder descanse verdaderamente en la soberanía popular y no en las élites.
Estos movimientos proponen mecanismos concretos para garantizar una participación ciudadana efectiva, como plebiscitos, listas de suscripción popular, referéndums revocatorios, procesos de consentimiento libre e informado, y el reconocimiento de la autonomía de los gobiernos indígenas y afrodescendientes. Además, insisten en la defensa de los bienes comunes y en la inclusión de sectores históricamente marginados, como jóvenes, mujeres, pueblos indígenas y comunidades populares, en las decisiones políticas y el acceso al poder.
Sin embargo, estos esfuerzos han enfrentado una resistencia sistemática por parte de las élites, que se oponen a cualquier transformación que amenace con democratizar realmente la región. El control de estas élites no solo perpetúa las desigualdades, sino que también limita la posibilidad de construir una paz que no sea meramente la ausencia de conflicto, sino una convivencia basada en justicia y equidad.
Paz con desigualdad: continuidad de la exclusión social
Los acuerdos de paz en Centroamérica incluyeron compromisos sociales que, en gran medida, no se cumplieron. En lugar de consolidar los derechos sociales y económicos, las élites tradicionales y emergentes retomaron el control, concentrando la riqueza mediante la desposesión, privilegios fiscales y el debilitamiento de los derechos laborales, lo que facilitó una mayor explotación de la mano de obra. Este proceso también incluyó una contrarreforma agraria que permitió a estas élites acumular grandes extensiones de tierra, perjudicando la soberanía alimentaria y la seguridad económica y social de las comunidades rurales campesinas e indígenas.
En alianza con instituciones financieras internacionales (IFI), estas élites impulsaron políticas de privatización que transfirieron bienes públicos y comunes a multinacionales, reactivando un modelo económico similar al de las “Repúblicas Bananeras” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Concesiones sobre recursos estratégicos como la tierra, el agua, la energía, los minerales y la biodiversidad consolidaron el modelo extractivista en la región. Este sistema transformó los territorios en un mercado controlado por transnacionales y las élites locales, relegando al Estado al papel de administrador de intereses privados. Este modelo fue respaldado por políticas del FMI y por la firma de tratados de libre comercio con Estados Unidos (TLC) y la Unión Europea (ADA).
El resultado ha sido un proceso de acumulación por desposesión: el expolio de recursos y la concentración de riqueza en manos de unos pocos, acompañado por un aumento de la pobreza, la desigualdad y la precarización laboral. Persisten problemas estructurales como la concentración de tierras, la marginación de grupos étnicos, la falta de acceso a vivienda, alimentación, salud, trabajo y educación. Centroamérica es una de las regiones más desiguales del mundo, un contraste evidente en las ciudades, donde convivían las “camionetonas”, infraestructuras suntuarias y residencias modernas con barrios precarios y asentamientos improvisados.
Para 2022, la pobreza afectaba a una amplia porción de la población centroamericana, con índices alarmantes en Honduras (73%) y Guatemala (60%). Costa Rica, El Salvador y Panamá presentaban tasas menores, pero igualmente preocupantes (26,2%, 22,8% y 12,3%, respectivamente), según datos de la CEPAL y organismos multilaterales. En Nicaragua, el gobierno, con complicidad del FMI, maquilló las cifras para ocultar que detrás de un supuesto crecimiento económico había una enorme concentración de riqueza en manos de la burocracia oficialista y la antigua oligarquía. Según el World Inequality Report (2022), el 10% más rico de Centroamérica poseía el 61,5% de los activos nacionales, mientras que el 50% más pobre acumulaba solo el 28,4% de la riqueza regional.
La creciente desigualdad y los altos niveles de empobrecimiento evidencian que las élites no estaban interesadas en promover una nueva etapa de justicia social que garantizara condiciones de vida dignas, tal como prometieron los acuerdos de paz. Por el contrario, optaron por perpetuar la violencia estructural de un sistema colonial, capitalista y patriarcal. Este modelo ha revitalizado un esquema de desarrollo subalterno que históricamente ha dominado la región, negando los derechos económicos, sociales y culturales acordados. La persistencia de estas condiciones de inequidad y exclusión social, que fueron causas estructurales de las guerras civiles, sigue reproduciendo la injusticia y las tensiones que los acuerdos prometían erradicar.
Explotación laboral: falta de avances en derechos laborales tras la paz
La paz en Centroamérica no ha significado una dignificación de las condiciones laborales ni la garantía de derechos básicos como la seguridad social, la organización sindical o la estabilidad en el empleo. Por el contrario, se ha perpetuado un modelo laboral basado en relaciones de poder desiguales, reminiscente del esquema patrón-siervo de las fincas tradicionales, ahora replicado por empresas transnacionales bajo el “modelo de flexibilidad laboral neoliberal”. Este enfoque, lejos de representar un avance, supone un retroceso que precariza el trabajo. Las largas jornadas, la eliminación de prestaciones, la falta de licencias por maternidad, la ausencia de seguridad social y formas de control laboral abusivas como el hostigamiento, la violencia verbal y física son ejemplos de esta realidad.
Un caso emblemático de esta explotación se encuentra en las maquilas, donde especialmente mujeres y jóvenes enfrentan condiciones laborales indignas. Entre estas destacan la carencia de medidas básicas de seguridad y salud, salarios insuficientes y la negación de derechos fundamentales como el acceso a agua potable o pausas para necesidades básicas. Estas condiciones han generado protestas y reclamos laborales, aunque los intentos de sindicalización siguen enfrentando múltiples barreras, entre ellas el hostigamiento y las represalias contra quienes se organizan.
Este panorama evidencia que los acuerdos de paz no se tradujeron en un avance hacia un modelo laboral que respete los derechos humanos y promueva condiciones dignas de trabajo. La explotación laboral, especialmente en sectores vulnerables, refleja la continuidad de estructuras de desigualdad y opresión que los acuerdos de paz no lograron erradicar.
Paz sin memoria: impunidad y falta de justicia
Los acuerdos de paz en Centroamérica incluyeron amnistías que, bajo una lógica de borrón y cuenta nueva, exoneraron a los responsables de crímenes cometidos durante los conflictos armados. Estas amnistías no solo protegieron a quienes perpetraron crímenes de lesa humanidad, sino que también negaron a las víctimas su derecho a la reparación, la justicia y la verdad. Este silencio impuesto bloqueó la posibilidad de esclarecer los hechos y sancionar a los culpables, siendo roto ocasionalmente por intereses políticos, como en campañas electorales o conflictos internos, sin que se tradujera en acciones concretas en favor de las víctimas.
En Guatemala y El Salvador, comunidades indígenas, campesinas y familias de víctimas continúan exigiendo justicia, enfrentándose a un sistema diseñado para perpetuar la impunidad. En Nicaragua, la falta de confrontación con el pasado y el reconocimiento del sufrimiento acumulado, tanto por los crímenes de los años 80 como a lo largo de su historia, creó una reconciliación superficial y frágil. Esta ausencia de verdad y memoria alimenta la polarización, el miedo y la violencia, debilitando el tejido social y facilitando el surgimiento de autoritarismos presentes y futuros.
La falta de memoria y verdad en el proceso de paz limitó las posibilidades de lograr una justicia restaurativa y transformadora en la región. En lugar de erradicar la violencia, esta falsa paz perpetuó las condiciones que la generan. Sin la construcción de pilares esenciales como responsabilidad, sanación, confianza, conexión, seguridad, justicia social, libertad y dignidad, no es posible asegurar una paz verdadera y sostenible. Una paz duradera requiere comprometerse con los principios de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Extractivismo y despojo: continuidad del modelo de acumulación
El fin del conflicto armado en Centroamérica trajo una relativa estabilidad que fue aprovechada para profundizar un modelo de acumulación por desposesión. Este modelo se sostiene por desregulaciones ambientales, el irrespeto a los derechos indígenas y la entrega de bienes públicos y comunes a empresas transnacionales, respaldado por acuerdos de libre comercio con Estados Unidos y Europa. Se trata de una continuidad de la vieja economía de enclave del siglo XX, que sigue beneficiando a los sectores extractivistas, que incluye maquilas, enclaves mineros, agroexportación, ganadería extensiva, cultivos como la palma africana y megaproyectos hidroeléctricos, agroindustriales y turísticos.
Este modelo extractivista se sostiene gracias a la complicidad entre élites locales y estatales, que ofrecen incentivos fiscales, flexibilizan normativas ambientales, privatizan bienes comunes y permiten la expatriación de capitales. Estas prácticas alimentan un sistema de corrupción e impunidad. Paralelamente, la militarización y la represión violenta se han convertido en herramientas claves para silenciar cualquier forma de resistencia, especialmente la de comunidades campesinas e indígenas. En este contexto, los derechos fundamentales, incluido el consentimiento libre, previo e informado, son sistemáticamente vulnerados.
Según el Centro Humboldt (2023), el 16% del territorio centroamericano está concesionado a actividades extractivas. Nicaragua encabeza esta lista con el 28% de su territorio bajo concesiones, seguido de Guatemala y Honduras. En contraste, El Salvador logró una moratoria minera en 2017 gracias a la presión social, marcando una excepción en la región.
El extractivismo no solo impacta los ecosistemas, sino que también despoja a los pueblos indígenas de su identidad, territorio y modos de vida, perpetuando opresiones económicas, culturales y ambientales.
Los impactos de este modelo son devastadores. La destrucción de ecosistemas y medios de vida, el despojo de bienes comunes, la fragmentación del tejido social y el desplazamiento forzado de poblaciones son consecuencias directas. En lugar de contribuir a la consolidación de la paz, el extractivismo ha intensificado la violencia estructural y el desarraigo, dejando a las comunidades en una situación de extrema vulnerabilidad frente al expolio de sus territorios.
Remilitarización y violencia: obstáculo para la paz y la justicia
La remilitarización y la violencia en Centroamérica contradicen el espíritu de los acuerdos de paz, cuyo objetivo era reducir los ejércitos y resolver los conflictos sin recurrir a las armas. Sin embargo, nuevas doctrinas han justificado la militarización bajo pretextos como el combate al narcotráfico, la lucha contra las maras y la gestión de emergencias por desastres naturales. Esto ha llevado a la expansión del rol militar, incluyendo la ocupación de territorios para proteger intereses de transnacionales, como ocurre en Guatemala ante la resistencia ixil, y la implicación de militares en escuadrones de la muerte privados en Honduras. Además, en países como El Salvador y Honduras, el ejército ha regresado a las calles con la excusa de combatir la violencia de las pandillas.
En Nicaragua, el modelo empresarial-militar ha permitido que altos mandos del ejército se apropien de tierras campesinas e indígenas, aprovechándose de la contrarreforma agraria y utilizando a las fuerzas armadas para proteger estos intereses. Paralelamente, los regímenes autoritarios de la región recurren a la militarización para reprimir a la oposición y las protestas. Ejemplos de esto son el golpe de Estado en Honduras, la militarización del parlamento salvadoreño bajo Bukele, el cerco militar contra la CICIG en Guatemala y la brutal represión de las protestas sociales de abril de 2018 en Nicaragua.
La violencia en Centroamérica se manifiesta también en múltiples dimensiones. Las maras y el narcotráfico, lejos de ser fenómenos aislados, están profundamente vinculados a la exclusión social y a la captura institucional, problemas generados y perpetuados por el Estado y las élites. Además, la violencia patriarcal afecta desproporcionadamente a mujeres, niñas, niños y personas LGTBIQ, quienes enfrentan violencia sexual, psicológica y económica, crímenes de odio y la constante negación de derechos. En muchos casos, estas agresiones se perpetúan con la complicidad de las fuerzas de seguridad, como denunció la CIDH en Honduras (2015).
Por otro lado, los pueblos indígenas enfrentan racismo institucional, despojo territorial y represión violenta por parte de fuerzas de seguridad y paramilitares, continuando un ciclo de exclusión y desposesión histórica.
Este panorama refleja cómo la militarización y la violencia estructural no solo refuerzan las desigualdades, sino que también consolidan regímenes autoritarios en la región. En lugar de avanzar hacia el cumplimiento de los acuerdos de paz, que propugnaban la desmilitarización y el fin de la violencia, Centroamérica parece retroceder, profundizando las condiciones que los acuerdos buscaban erradicar.
Peligro permanente: violencia y criminalización de defensoras
El peligro para las personas defensoras de derechos humanos, feminismos, LGTBIQ+, ambientales y sociales en Centroamérica sigue siendo alarmante, evidenciando una violencia sistemática que los acuerdos de paz no lograron erradicar. Según Global Witness, en 2023 se registraron 196 asesinatos de defensores ambientales en todo el mundo, de los cuales el 85 % ocurrieron en América Latina. Centroamérica destaca como una de las regiones más peligrosas, con Honduras, Guatemala y Nicaragua liderando en ataques per cápita. Actividades extractivas como la minería, la pesca, la tala de madera y las agroindustrias están directamente vinculadas a estas agresiones, mostrando una conexión clara entre extractivismo, despojo y violencia.
Además de los asesinatos, la criminalización es una herramienta clave de represión contra los defensores, que incluye estigmatización mediática, judicialización arbitraria y detenciones ilegales. Ejemplos documentados por Naciones Unidas en Honduras y Nicaragua revelan cómo estas tácticas buscan silenciar la resistencia. En Nicaragua, defensoras como Francisca Ramírez y Mónica López han sido forzadas al exilio por su oposición al proyecto del canal interoceánico, un símbolo del modelo extractivista respaldado por militarización y leyes opresivas, como la Ley 840. Estas dinámicas reflejan una violencia estructural y autoritaria que protege los intereses de las élites políticas y económicas, asegurando el control de los recursos naturales y perpetuando el despojo de las comunidades indígenas.
En este contexto, las personas defensoras no solo luchan por proteger derechos fundamentales, sino que enfrentan un aparato de violencia y represión diseñado para anular toda resistencia. Este panorama subraya que la violencia nunca desapareció de Centroamérica y que los acuerdos de paz fracasaron en construir modelos alternativos basados en la justicia, la equidad y la sostenibilidad. La lucha de los defensores es, en última instancia, un recordatorio del trabajo pendiente para transformar las estructuras de opresión que han marcado la historia de la región.
Conclusiones
El caso de Centroamérica demuestra que la paz es inalcanzable sin justicia social. La concentración del poder político y económico en manos de las élites perpetúa las desigualdades y exclusiones que originaron los conflictos armados. Confundir la ausencia de enfrentamientos bélicos con la paz es un error, ya que la violencia estructural —manifestada en el extractivismo, la desigualdad, la devastación ambiental y la desintegración del tejido social— sigue minando la vida y la dignidad de las comunidades. Las élites han sostenido un modelo colonial de despojo, subordinando a las poblaciones locales a los intereses de las transnacionales y reforzando un ciclo de explotación, exclusión y violencia sistémica.
A casi cuatro décadas del inicio de los Acuerdos de Paz, estos no han logrado transformar las causas estructurales de las guerras. La región continúa marcada por la exclusión social, la desigualdad económica y la concentración del poder, problemas ahora agravados por políticas neoliberales de privatización y desposesión. La pobreza, la precariedad laboral y la marginación de amplios sectores —especialmente indígenas, campesinos y mujeres— evidencian la persistencia de un modelo de desarrollo extractivista y dependiente.
Además, las instituciones en Centroamérica han sido capturadas por élites que limitan la participación popular y perpetúan dinámicas autoritarias, bloqueando cualquier intento de transformación real. En este contexto, los derechos económicos, sociales y culturales prometidos en los acuerdos de paz siguen sin garantizarse, perpetuando las mismas condiciones que dieron origen a los conflictos armados.
Para avanzar hacia una paz auténtica y sostenible, es imprescindible una agenda política y social que priorice la justicia social, la redistribución equitativa de recursos y la inclusión de los sectores históricamente excluidos. Sin transformaciones profundas en la distribución de la riqueza, el acceso a derechos fundamentales y la participación ciudadana real, la paz continuará siendo frágil, y las raíces del conflicto permanecerán intactas.
Bibliografía
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Chamorro, S. (2015). “Acuerdos de Paz de Esquipulas: La construcción de la paz en Centroamérica”. Cultura de Paz, 21(67).
Toussaint, M. (2007). “Centroamérica: entre la guerra y la paz. Del Pacto de Corinto a los Acuerdos de Esquipulas”. Revista de estudios Latinoamericanos (45), 157-192.
*Antropólogo social, nicaragüense exiliado en España desde el 2018, activista en los movimientos sociales en Centroamérica.