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Las autoridades indígenas y el futuro de la democracia en Guatemala

Arte de Rosario Lucas

Por Santiago Bastos Amigo

Después de tres décadas de guerra contrainsurgente en nuestro país, la reinstalación de gobiernos civiles y la firma de la paz parecieron traer la posibilidad de una democracia que permitiera atender las necesidades históricas de la población de Guatemala.

Pero no fue posible.

El contexto neoliberal fue aprovechado y promovido por las oligarquías para retomar su poder cuestionado. La institucionalidad creada para lograr la igualdad y el respeto a la diversidad, fue vaciándose de contenido y, por el contrario, ha sido aprovechada para su enriquecimiento por las élites, los militares enriquecidos en el conflicto, los nuevos políticos corruptos, las empresas transnacionales y el crimen organizado. Las condiciones de vida de la población han ido empeorando desde entonces, como muestran los contingentes continuos de quienes han tenido que salir del país para poder vivir con dignidad.

Los indígenas han sufrido todas estas dinámicas desde su posición históricamente subordinada. El reconocimiento formal y los mínimos derechos logrados como pueblos con la lucha política hubieran supuesto un cambio a la forma de concebir la sociedad. Simplemente, que fueran considerados sujetos de derecho como el resto de la población y que además se considerara una serie de derechos específicos, hubiera sido toda una renovación de lo que ha significado la democracia en este país.

Pero lo escasamente logrado no fue suficiente para mejorar las condiciones de vida de la mayoría ni para evitar el acoso a sus territorios y formas de vida. La vía electoral apenas ofreció la posibilidad de opciones propias. Se sumaron así a quienes se fueron desencantando, adaptándose a estas formas de hacer política.

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Pero, por ser indígenas, tenían más recursos para hacer frente a la exclusión.

Históricamente, las comunidades se construyeron como el espacio desde el que los indígenas se han relacionado con el poder estatal. Dotaron a los mecanismos de explotación y poder un sentido de autonomía y control territorial que hicieron de estas comunidades espacios de pertenencia y participación.

Al negárseles la pertenencia y derechos en los espacios nacionales, para los indígenas la ciudadanía se ejercía en sus comunidades. Las instituciones creadas para el gobierno interno -lo que genéricamente llamamos autoridades comunitarias-, fueron transformándose con el tiempo de acuerdo al papel asignado desde el poder -el Estado, la iglesia, las fincas-, pero también por los miembros de las comunidades.

Se fue creando una forma comunitaria de entender los derechos y deberes que impregnaba las instituciones y la acción de otros actores que se sumaban a la acción desde las comunidades. Podríamos hablar de una “ciudadanía comunitaria”, que llegado el siglo XXI está basada en formas colectivas de ejercer el poder local a partir de la responsabilidad compartida de los miembros de la localidad.

Esto ha generado formas de participación, ejercicio del poder y resolución de conflictos que son alternativos a la institucionalidad vacía y corrupta en que ha derivado la democracia que se propuso a las y los guatemaltecos como forma de resolver sus necesidades e intereses.

Este podría ser un aporte importante de los pueblos indígenas a la democracia en Guatemala, si se aceptan estas formas de participación y se valoran frente a lo que actualmente hay. De hecho, parte del éxito del Paro Nacional de 2023 estuvo en la legitimidad de la figura de las autoridades ancestrales y las formas de ejercicio del poder comunitario en contraste con la que ejercían los representantes de la democracia republicana.

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Pero la ciudadanía comunitaria puede ir más allá.

Cuando las formas supuestamente existentes de participación no sirven para resolver la vida cotidiana y la ciudadanía no puede ejercerse desde ese nivel, los indígenas acuden de nuevo a su experiencia para tratar con el Estado.

La forma en que se dieron las consultas comunitarias de buena fe, la acción colectiva contra los despojos y, sobre todo, el papel asignado desde las comunidades a sus autoridades y otros actores comunitarios reconstituidos, muestra cómo estos indígenas guatemaltecos están diciendo al Estado que quieren que su participación política se haga a través de sus comunidades. Si como guatemaltecos no se les respeta ni tiene en cuenta, exigen al Estado que reconozca su calidad de sujetos comunitarios y desde ahí se dé su participación.

Esta forma de entender la pertenencia a Guatemala, como parte de unas comunidades, podría suponer no sólo una manera de reconocer realmente las formas políticas de los pueblos indígenas, sino de ampliar la pertenencia al colectivo nacional, más allá de una gastada ciudadanía universal que realmente no lo es.

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Ante el fracaso de la política institucional en Guatemala y a pesar del no reconocimiento e incluso la persecución sufrida, estas autoridades y actores comunitarios han ido obteniendo cada vez más legitimidad. Han ido avanzando desde la defensa de los intereses locales para irse incorporando a esa vida política de la que suponen una alternativa. Los intentos de participar a través del sistema electoral no han sido muy productivos, ni a nivel municipal ni nacional, incluso en lugares y momentos con una amplia movilización. Quizá este sistema ya esté tan desacreditado que no se concibe como espacio para la política comunitaria o la indígena.

Pero el año 2023 se dio una situación que mostró que esa denigrada vía electoral podía ser recuperada como forma de mejorar las condiciones de vida y la dignidad. Se dio un dilema entre la consolidación del autoritarismo impune y corrupto o el rescate de la democracia imperfecta. Y aquí lo interesante es que no solo los actores comunitarios se la jugaron para defender algo que no les había beneficiado; sino que la sociedad guatemalteca, indígena y no indígena, aceptó su legitimidad y liderazgo en esta lucha. Como dice mi amigo Ema Bran, “encarnaban dignidad, memoria, desafiaban en desfalco de una democracia que siempre ha sido insuficiente”.

Los procesos de autodeterminación -como son los de consolidación de las autoridades comunitarias- necesitan de un contexto mínimamente democrático para poder avanzar -es apenas una condición mínima, pero necesaria-; y posiblemente esto empujó a estas autoridades a involucrarse en salvar esta democracia imperfecta. Pero también podemos pensar hasta qué punto esta autodeterminación cuestiona o no la pertenencia a la nación guatemalteca. La profusión de banderas blanquiazules durante el paro parecería mostrar que no había contradicción para quienes las portaban.

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El papel de las autoridades y otros actores comunitarios ya es innegable en Guatemala, no solo en la política indígena -la referida a los derechos y situación de esta población- sino en la estatal. Que ahora podamos seguir hablando de democracia -aunque sea de una forma deficitaria- es en buena parte gracias a ellos. El reto de la institucionalidad estatal guatemalteca es integrar a estos actores en su accionar y hacerlo sin que pierdan con ello su particularidad.

La ciudadanía comunitaria puede dejar de ser algo solo referido a los indígenas y sus derechos, pues conlleva una serie de alternativas a las formas de practicar la representación y la participación democrática a nivel local y nacional. Toca a quienes manejan la institucionalidad ir más allá de los modelos probados de reconocimiento de los pueblos -como el multicultural- para asumir el reto de incorporar realmente las formas comunitarias, como se viene reclamando de hecho y de palabra desde hace dos décadas. Sería un gran aporte de los pueblos indígenas a la necesaria renovación de una democracia que ha dejado de ser útil para las mayorías.

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Sin embargo, si algo hemos aprendido de la historia reciente de Guatemala es que esa institucionalidad no va a moverse sin presión popular.

Como plantea la socióloga argentina Laura Sala, “confiar (solo) en el juego institucional para sacar a la mafia de las instituciones que ellas mismas dominan es, como mínimo, ahistórico. La forma en que se dieron las transiciones a la institucionalidad democrática, nos borró de la vista que la democracia en América Latina no tiene mucho que ver con lo institucional, si no con la capacidad del pueblo de organizarse y forzar las decisiones. Sin organización, músculo popular y calle, no hay posibilidad de democracia con estas clases dominantes que, además, siempre fueron delincuentes”.

El Paro Nacional nos mostró cómo ese “músculo popular” que respondió al llamado de las autoridades indígenas y comunitarias fue capaz de rescatar, al menos lo mínimo de la democracia: el respeto a las urnas. Para que se puedan poner en marcha las formas de participación que estas autoridades y sus comunidades nos han mostrado, y así poder dejar atrás esta democracia imperfecta de la que se aprovechan las clases dirigentes y otros delincuentes, quizá sea necesario que vuelvan a convocarnos para salir a la calle a paralizar el país.