La democracia, la legitimidad y la no violencia en Guatemala: 1944, 1954, 2023
Por Julieta Rostica*
El orden político que se consolidó en Guatemala desde el alzamiento liberal de 1871 fue el Estado oligárquico. Según el sociólogo histórico Waldo Ansaldi, fue la forma histórica de ejercicio de la dominación política de clase predominante en América Latina más o menos entre 1880 y 1930, caracterizada por la concentración del poder en una minoría y la exclusión de la mayoría de la sociedad de los mecanismos de decisión política.
El reclutamiento de los designados para las tareas de Gobierno era cerrado y estaba basado en criterios de apellido y linaje, tradición, prestigio, dinero, entre otros; mientras que la exclusión se legitimó mediante argumentos pseudocientíficos racialistas. Según este académico argentino, el Estado oligárquico se construyó expresando una contradicción entre una forma democrática y un contenido oligárquico y por ende, tornó “ficticia la democracia”.
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La gesta histórica que inició hace 80 años en Guatemala acabó con el Estado oligárquico. Apelando al derecho de rebelión contra la centralización en un solo hombre de las facultades y poderes para gobernar, y contra la institución del “designado” que burlaba del derecho al sufragio contribuyendo a que “individuos que no encarnan la genuina voluntad del pueblo, lleguen al poder y se mantengan en él”.
En 1944 la Junta Revolucionaria de Gobierno decretó la descentralización de los poderes del ejecutivo y efectiva separación de los del Estado; la supresión de “designados a la Presidencia” y su sustitución por un vicepresidente; alternabilidad en el poder; una nueva Constitución y organización del Ejército; la organización democrática de las municipalidades; el reconocimiento de los partidos políticos y la libertad de competencia entre los mismos; el derecho a sufragio obligatorio y secreto; el reconocimiento de la ciudadanía a la mujer “preparada para ejercerla” y la histórica demanda por la autonomía de la Universidad Nacional.
La nueva Constitución de 1945 amplió los derechos civiles, políticos y sociales. La ciudadanía política se ensanchó a todos los varones, pero a solo las mujeres alfabetas (art. 9). La medida, sin embargo, tuvo un gran impacto pues permitió la inclusión de la población indígena que representaba el 90% de analfabetos. También le devolvió la autonomía al gobierno local. La Constitución estableció que el gobernador de cada departamento sería elegido por el presidente, pero los alcaldes de las corporaciones municipales y autónomas serían elegidos en forma directa y popular (arts. 200 y 201).
Para 1948, de los cuarenta y cinco municipios del altiplano occidental, veintidós habían elegido alcaldes indígenas. En paralelo, el gobierno ordenó, en 1946, el reconocimiento legal de las comunidades indígenas campesinas como entidades separadas dentro de los municipios. La Carta Magna declaró “ilegal y punible cualquier discriminación por motivo de filiación, sexo, raza, color, clase, creencias religiosas o ideas políticas” (art. 21). Los grupos indígenas recibirían una política integral para su mejoramiento “económico, social y cultural”, lo cual implicó una ruptura respecto de las políticas positivistas y racialistas del pasado. Los indígenas, como grupo diferenciado, ahora disponían de “leyes, reglamentos y disposiciones especiales” que contemplaban “sus necesidades, condiciones, prácticas, usos y costumbres” (art. 83). Gracias a la creación del Instituto Indigenista Nacional (IIN) se pudieron traducir a cuatro idiomas indígenas la Carta Fundamental de los Derechos del Hombre, una glosa de la Constitución de la República, el Himno Nacional y varias leyes, como la ley de reforma agraria.
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Como es de sobra conocido, la Revolución de Octubre llevó adelante otras transformaciones profundas. Sin embargo, en este artículo no quiero detenerme en ellas, sino en la relación entre la democracia, la legitimidad y la violencia política. Es decir, cómo este proceso de transformación del orden oligárquico en un orden democrático, que amplió la ciudadanía y el imaginario de nación, fue interrumpido por un golpe de Estado.
El momento del quiebre institucional de 1954 mostró un cuadro de enorme impotencia: la renuncia de Jacobo Árbenz; la foto de su desnudez; la traición del ejército; los intelectuales abarrotados en las embajadas; el pueblo inerme y desarmado; las cartas del Che Guevara. Esta pintura confirmaría la hipótesis del sociólogo Charles Tilly, para quien no hay revolución si no hay “transferencia por la fuerza del poder del Estado”. Es decir, el uso de la violencia considerada legítima tendría que haber sido central para defender el proyecto de la revolución democrática y obtener resultados revolucionarios exitosos. Pero en los intelectuales de 1944, el uso de la violencia para dirimir conflictos no era una opción. No aparece en los escritos de mediados de los años cincuenta de Juan José Arévalo, Jorge Torriello, Raúl Osegueda, Manuel Galich, entre otros.
Miguel Ángel Asturias, otro de esos intelectuales, estaba escribiendo Los ojos de los enterrados, la novela que cerró la trilogía bananera en 1961, pero que fue escrita en partes (Buenos Aires 1952, París 1953, San Salvador 1954 y Buenos Aires 1959). En ese libro, Asturias postulaba que la vía más adecuada para lograr la transformación social no implicaba el uso de la violencia –la cual había quedado ligada al ejército y a su traición- sino la huelga general.
“Un complot, una asonada, un movimiento hecho por militares, aunque vaya contra la dictadura, es como parte de ella, cae en cierta forma dentro de lo militar y lo policial. Una huelga, no, una huelga revolucionaria, como la que nosotros planeamos, nada tiene que ver con polizontes y chafarotes que por insurreccionados que parezcan, siguen en el fondo siendo lo que son, representantes nato de la opresión del pueblo. Una huelga es todo lo contrario, no forma parte de la máquina estatal y rompe con el orden establecido” (Asturias, 1961: 219).
La huelga permitía dejar sin eficacia todos los aparatos de dominación monopolizados por el Estado: “Ellos estaban listos, estaban organizados con sus tropas, sus policías, sus periódicos, con la fuerza, la represión y la propaganda, para repeler a los que alteraran el orden en las formas conocidas, golpes de Estado, revueltas, atentados, pero no en la forma en que ahora se les plantea: ¡Dejando de hacer!” (Asturias, 1961: 401). Esta novela de Asturias terminó con el triunfo, luego de que la huelga fue completa.
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En 2023, el orden político era muy diferente al de 1944. Si bien se usa corrientemente el concepto, el régimen no era el del siglo XIX, no era un orden oligárquico. Había sufragio universal, Estado de derecho, partidos políticos, instituciones democráticas, violencia política considerada legítima, entre otras expresiones de la democracia burguesa. Sin embargo, existían enclaves oligárquicos y sus estructuras mentales de larga duración, que buscaban concentrar el poder en una minoría y excluir a una mayoría de los mecanismos de decisión política. La corrupción, el racismo, la proscripción y la persecución política, la violación de la autonomía universitaria, sirvieron para dejar afuera de la contienda electoral a varios partidos políticos y forzar a jueces y fiscales a salir del país para garantizar la impunidad. Cuando en democracia florecen estos recursos, estamos frente a una crisis de autoridad.
Recordemos que, a fines de agosto de 2023, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) oficializó los resultados del balotaje y confirmó el triunfo de Bernardo Arévalo y Karin Herrera, el binomio del partido Movimiento Semilla, que obtuvo el 60,91% de los votos válidos, frente al 39,09% de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), que postulaba a Sandra Torres. Desde que comenzó a percibirse ese triunfo hasta el 14 de enero de 2024, cuando el Movimiento Semilla asumió el cargo, una alianza de sectores políticos, económicos y militares, conocida como el Pacto de Corruptos no quiso reconocer la derrota e hizo todos los esfuerzos posibles para cancelar la personalidad jurídica de Semilla como fuerza política.
La alianza opositora quiso flaquear la enorme legitimidad del triunfo electoral con argumentos pseudolegales. Y lo digo así, pues hasta la Organización de los Estados Americanos (OEA) adujo que se trataba de una “interpretación abusiva de la ley, sin fundamento y que viola los principios constitucionales que garantizan los derechos de los electores”.
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Manotazos de ahogado, dije en ese momento. Intentaron usar, eso sí, las instituciones existentes para evitar la toma de posesión del gobierno actual. Nos encontrábamos expectantes. Podían dar un paso más en sus demostraciones de fuerza. Pero la población, tras las autoridades indígenas, utilizaron la mejor de las herramientas políticas existentes, tan bien mentada en Los ojos de los enterrados, para acompañar los resultados electorales. La democracia de la calle, como la huelga general.
De acuerdo con la lideresa y autoridad Luz Emilia Ulario Zavala, en febrero de 2023 se habían reunido diferentes autoridades indígenas por una iniciativa de ley que se consideraba que vulneraba el interés del pueblo. En ese mes, el Movimiento para la Liberación de los Pueblos (MLP), un partido político de comunidades campesinas y pueblos originarios en resistencia articulados en el movimiento Comité de Desarrollo Campesino (CODECA), no logró inscribir su binomio presidencial, pues el Tribunal Supremo Electoral no lo permitió. Se dejó afuera a los indígenas y campesinos de la contienda electoral. Las autoridades indígenas colocaron el problema en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y, en paralelo, comenzaron a hacer un seguimiento de las elecciones, de forma autoconvocada, pero coordinada por la Junta Directiva de los 48 cantones de Totonicapán, la Alcaldía Indígena de Sololá y el Parlamento del Pueblo Xinka.
El 2 de octubre de 2023, las autoridades ancestrales convocaron al “levantamiento de las varas”, a la resistencia de los siete pueblos a nivel nacional y consensuaron ir a un paro por tiempo indefinido. Se constituyeron enfrente del Ministerio Público (MP). Diez días después, en una fecha histórica, el 12 de octubre, esta iniciativa se transformó en una manifestación y huelga masiva que duró 21 días. Se unieron la mayoría de las autoridades indígenas del todo el país, los campesinos, estudiantes, movimientos de mujeres, entidades religiosas, algunas empresas privadas, centros de investigación, partidos políticos progresistas.
De acuerdo con las autoridades de los pueblos originarios, pretendían lograr el objetivo de defender la democracia frente al autoritarismo declarado. Buscaban, por un lado, que asumiera el nuevo gobierno y que no hubiera un golpe de Estado; por el otro, la renuncia de la fiscal general Consuelo Porras, porque mediante la destitución del jefe de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), Francisco Sandoval, y la puesta en su lugar de Rafael Curruchiche, Porras bloqueaba las investigaciones por casos de corrupción. Paradójico, quien tiene que velar por los intereses de la ciudadanía carece de legitimidad y si no tiene legitimidad, no tiene autoridad.
Para ello resistieron 106 días. Miguel Ángel Asturias tenía razón: una huelga no forma parte de la máquina estatal y rompe con el orden establecido. La huelga permitió dejar sin eficacia los aparatos de dominación monopolizados por el Estado. Sin ese sostén de legitimidad en la calle, posiblemente Arévalo y Herrera no habrían llegado a asumir el poder.
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La organización de las autoridades ancestrales, de larguísima data, es un sistema de organización comunitaria representativa y legítima. Las autoridades son electas en asambleas comunitarias. Las personas electas son honorables, ejemplos de vida, para conducir a la población. Dan servicio a su comunidad a tiempo completo y ad-honorem, imparten justicia, velan por el territorio, los bienes naturales y la seguridad ciudadana, entre otras funciones. Frente a la crisis de autoridad del Estado -pues es evidente que la crisis abarcó al Tribunal Supremo Electoral, al Ministerio Público y a otras instituciones del Estado, mucho más allá del gobierno de turno- se alzó la autoridad indígena.
A juicio de Luz Ulario, se lograron más cosas: 1) la articulación de las autoridades ancestrales, de los siete pueblos y de otras más; 2) el reconocimiento de la existencia y el liderazgo de las autoridades ancestrales con el levantamiento de las varas, en defensa de la democracia de los 106 días de resistencia pacífica; 3) surgieron nuevas lideresas y líderes en el país; 4) se perdió el miedo a expresar públicamente el descontento, la indignación ante la cooptación, la corrupción en todos los niveles del Estado; y 5) la movilización voluntaria de los diferentes sectores del país.
Ricardo Sáenz de Tejada afirmó en 2023, que el instrumento político adoptado por el pueblo contribuyó a superar dos clivajes: la división entre el mundo rural y urbano y las diferencias entre indígenas y ladinos. A octubre de 2024, la fecha de este ensayo, no parece haberse resuelto dicho clivaje. Luz Emilia dijo hace poco:
“La primera primavera en Guatemala sí nos dejó mucho. Entre 25 y 27 iniciativas de leyes que actualmente estamos siendo beneficiados. En esa época no nos visualizábamos los mayas. De plano nos ignoraban. La pregunta es ¿nos visualizó Bernardo en su programa? Tampoco. No nos visualizó. Entonces, eso es nuestra exigencia, que nos tiene que visualizar. Tenemos que participar. Si los pueblos son los que lo llevamos ahorita al poder. Porque prácticamente de no haber sido por los pueblos, ya se hubiera dado un golpe de Estado. (…) Esperamos que llegue la primavera, y que llegue también para los pueblos. Porque nosotros hemos hecho el análisis y lo perdonamos al papá porque en esa época el pueblo maya no tenía acceso ni siquiera a votación, ni hombres, ni mujeres, todos los que son analfabetos. En la actualidad, hay muchos mayas académicos. Ya no se le perdona si no va a tomar en cuenta a la gente académica para el gobierno. Sabemos todas las vicisitudes que hay en su contra, pero sí debe tener carácter para gobernar.
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Las palabras de Luz Emilia son un llamado a la reflexión. Los dos Arévalos tienen mucho en común. Los partidos políticos que los postularon han concentrado a una clase media urbana, intelectuales y a jóvenes. Ambos han sido duramente atacados y han creído, utilizado y fortalecido las herramientas de la democracia electoral en detrimento de la violencia política. Y si Bernardo sigue los pasos de su padre, su gobierno no tendrá una fuerte impronta en el área rural e indígena. Ni en el levantamiento ni en la defensa de la Revolución de Octubre se movilizaron las autoridades ancestrales y los pueblos originarios, a diferencia de la actualidad, que parecen ser una fuente de poder y de autoridad legítima cuyo desperdicio sería imperdonable.
[1]*Socióloga, investigadora del CONICET-Argentina, autora del libro Racismo y genocidio en Guatemala. Una mirada de larga duración, (CLACSO, 2023).